El 30 de junio de 1908, el reloj acababa de dar las siete de
la mañana en Vanavara, Siberia, cuando un hombre sentado en el pórtico de un
comercio fue arrancado de su silla por una fuerza violentísima y sintió como si
su ropa estuviera ardiendo en llamas.
La descripción que
varios años después hizo a los científicos fue:
«De pronto, el cielo se partió en dos y, sobre el bosque,
toda la parte norte del firmamento parecía cubierta de fuego... En ese momento,
hubo un estallido y un gran estrépito. Lo siguió un sonido como de piedras que
caían del cielo o de pistolas que disparaban. La tierra tembló»
Los hechos han pasado a la historia como el «evento
Tunguska», una gigantesca explosión en los cielos de Siberia que arrasó más de
2.000 km cuadrados de tundra. La onda expansiva fue tan fuerte que derribó a
ciudadanos, carruajes y caballos a más de 500 km de distancia, y los
sismógrafos de países tan lejanos como Gran Bretaña pudieron registrarla.
Cientos de renos murieron en los alrededores, aunque no hay evidencia directa
de que ninguna persona pereciera.
Durante varios días,
en el norte de Europa, Asia y algunas zonas de EE.UU. un extraño resplandor
permitía leer el periódico en plena calle a medianoche.
La primera expedición científica sobre terreno siberiano
llegó bastante tarde, 19 años después, en 1921, y no fue muy exitosa. El equipo
de Leonid Kulik, conservador del Museo de San Petersburgo, se enfrentó a
condiciones tan duras que no pudo llegar al área de la explosión. Seis años más
tarde, Kulik volvió a intentarlo. Curiosamente, los lugareños rechazaban hablar
del asunto porque creían que la explosión había sido obra de un dios enfadado,
pero los científicos encontraron numerosas evidencias a su alrededor. El bosque
estaba partido en dos y 80 millones de árboles yacían a ambos lados. Cuando el
grupo llegó al epicentro de la explosión se encontró con los árboles en pie,
pero con sus ramas y cortezas completamente removidas. Como muy bien describió
en su día Don Yeomans, director de la Oficina de Objetos Cercanos a la Tierra
(NEOs), en el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) de la NASA, «parecía un
bosque de postes de teléfono». Algo parecido se encontró en Hiroshima tras la
bomba atómica.
Hoy en día todavía se debaten las causas del suceso,
incluida la hipótesis de un cometa, pero la mayor parte de la comunidad
científica cree que lo más probable es que el «evento Tunguska» fuera provocado
por un asteroide de unos 37 metros de longitud.
Hoy se celebra en todo el mundo el Día del Asteroide para
recordar lo ocurrido y, al mismo tiempo concienciar a la población en general
sobre los peligros reales de estas rocas espaciales y la necesidad de proteger
al planeta de un impacto. La iniciativa surgió hace dos años de la mano del
cineasta Grigorij Richters y del músico y astrofísico Brian May (guitarrista de
«Queen»).
185 bombas de
Hiroshima
El asteroide de Tunguska pudo entrar en la atmósfera
terrestre a una velocidad de 53.900 km por hora, calentando el aire hasta los
24.700 ºC. A los 8.500 metros de altitud, la roca se fragmentó y se destruyó,
produciendo una bola de fuego y liberando una energía equivalente a 185 bombas
de Hiroshima. Que se sepa, no dejó cráter de impacto. Si se hubiera producido
en una zona más densamente poblada, las víctimas se habrían contado por decenas
de miles.
Un asteroide como el de Tunguska penetra en la atmósfera de
la Tierra una vez cada 300 años, según los cálculos de los científicos. El
meteorito que explotó sobre los cielos de Chelyabinsk, también en Siberia, en
febrero de 2013, fue el de mayor intensidad desde el de Tunguska. En esta
ocasión, la roca medía 20 metros de diámetro, más pequeña, pero envió a 1.500
personas a hospitales y centros médicos para ser tratadas de sus heridas.
Iniciativas como el Día del Asteroide pretenden que la próxima vez una roca
mayor y más peligrosa no nos pille desprevenidos.