En abril, Vargas Llosa participo en un dialogo sobre su más reciente libro con el
sociólogo francés Gilles Lipovetsky, con quien mantiene una lúcida discusión
sobre la alta cultura frente a la cultura de masas. Aquí una intervención de nuestro Premio Nobel:
La civilización del espectáculo es un ensayo
que expresa una preocupación, cierta angustia al ver que lo que entendíamos por
“cultura” cuando yo era joven ha ido transformándose en algo muy diferente a lo
largo de mi vida hasta convertirse en la actualidad en algo esencialmente
distinto de lo que entendíamos por “cultura” en los años cincuenta, sesenta y
setenta. El libro trata de describir más o menos en qué ha consistido esta
transformación y también de ver qué efectos puede tener esa deriva que ha
tomado lo que hoy día llamamos cultura en distintos aspectos de la actividad
humana –lo social, lo político, lo religioso, lo sexual, etcétera–, puesto que
la cultura es algo que impregna todas las actividades de la vida.
El libro no
quiere ser pesimista, pero sí quiere ser preocupante e incitar a reflexionar
sobre si esa importancia esencial y hegemónica que han tomado el
entretenimiento y la diversión en nuestro tiempo puede convertirse también en
la columna vertebral de la vida cultural. Creo que es algo que está ocurriendo,
y que está ocurriendo con el beneplácito de amplios sectores de la sociedad,
incluidos aquellos que tradicionalmente representaban las instituciones y los
valores culturales.
Desde mi
punto de vista, Gilles Lipovetsky es uno de los pensadores modernos que han
analizado con mayor profundidad y rigor esta nueva cultura. En libros como La
era del vacío o El imperio de lo efímero ha descrito
con gran conocimiento en qué consiste esta nueva cultura. A diferencia de mi
caso, se ha acercado a ella sin inquietud, sin alarma, por el contrario con
simpatía, advirtiendo en ella elementos que considera enormemente positivos:
por ejemplo, el efecto democratizador de una cultura que llega a todo el mundo,
una cultura que a diferencia de la cultura tradicional no hace distingos, no
está monopolizada por una élite, por cenáculos de clérigos o de intelectuales,
sino que de alguna manera permea al conjunto de la sociedad.
Dice
también, cuestión desde luego interesante y debatible, que esta cultura ha
permitido una liberación del individuo, porque, a diferencia de lo que ocurría
en el pasado –cuando el individuo en cierta forma era prisionero, expresión de
una cultura–, el individuo de nuestro tiempo puede elegir entre una panoplia de
posibilidades culturales, ejercitando de esta manera no solo una soberanía y
una voluntad, sino también una afición, una predisposición. Dice que esta
cultura es una cultura del placer, que permite que uno busque su placer en
actividades que hoy tienen ese signo, el ser culturales, aunque en el pasado no
se les considerase como tales. Son ideas debatibles que me convencen a ratos y
a ratos me dejan pensativo, y por eso creo que este puede ser un diálogo
sumamente fructífero entre dos acercamientos a un mismo fenómeno desde
posiciones que son diferentes pero que podrían de cierta manera ser
complementaria
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